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Peter Knauer SJ


Breve introducción a la fe cristiana


Publicado en:

Revista Iberoamericana de Teología, Num. 2, enero-junio 2006, 7396.
Pero aquí ligeramente retocado.


Resumen

El artículo es una gramática fundamental de la fe cristiana. Presenta una ontología relacional que reemplaza la tradicional ontología de substancia. Este cambio permite ver los dogmas de la Iglesia en perspectiva nueva: comprensiva, no aditiva.  La teología así fundamentada es ecuménica y no permite la separación entre la fe y su praxis. La fe, en cuanto comunión inquebrantable con Dios, se expresa en la comunión que lleguemos a vivir entre nosotros.

Summary

The article is a basic grammar of Christian faith.  It presents a relational ontology, which replaces the traditional substance ontology. This fundamental change permits a reinterpretation of Church dogma: dogmas are viewed as mutually inclusive instead of additive. The author’s theology is ecumenical and does not allow for any separation between faith and practice. Since faith is the absolutely trustworthy communion with God, it finds its expression in the communion we learn to forge among ourselves.

 

Introducción

El presente artículo quiere ser una muy breve introducción a la fe cristiana, tal como la entiende la Iglesia católica. Esta introducción se dirige a aquellos lectores que quizá ya conozcan muchos términos cristianos, pero se hacen la pregunta de qué trata en el fondo esa fe cristiana, lo cual es también la pregunta básica de la llamada “Teología fundamental” a la cual me he dedicado. La respuesta a esta pregunta reza: el contenido de la fe cristiana no es un conjunto de una muchedumbre de cosas, sino que solo y exclusivamente consiste en el reconocimiento de que estamos acogidos en el amor de Dios. Todas las afirmaciones particulares solo desglosan este hecho, pero no le agregan nada. El centro de la fe cristiana consiste en que Dios se nos da a sí mismo y, por consiguiente, esta fe tampoco puede ser disminuida.
 
  Las afirmaciones que siguen no son las acostumbradas, por eso habrá que seguirlas atenta y reflexivamente. La fe cristiana no se da sin entendimiento, pero esto no es una desventaja; el anuncio cristiano también nos pide atención y reflexión. En este sentido, será oportuno captar las afirmaciones del anuncio cristiano primero en su sentido, es decir en su contenido y su significación; solo después podrá formularse adecuadamente la pregunta por su verdad. Por eso le pido al lector que tenga paciencia, que no tome una explicación por infundada por el simple hecho de que la fundamentación de su verdad venga sólo después.
 


1. Punto de partida

El punto de partida de la fe cristiana es el encuentro con el anuncio cristiano. A la cuestión de si este anuncio es veraz se tendrá que responder después. En todo caso, nadie inventa la fe cristiana, sino que la recibe por tradición. El anuncio cristiano pretende ser “Palabra de Dios”, y esta pretensión la explica por su contenido; pide que se le escuche y se le preste atención, porque reclama poder liberar al ser humano del poder de aquella angustia que es la causa de todo mal en el mundo. Esta angustia se funda en nuestra vulnerabilidad y mortalidad. La pregunta es ¿cómo entender la pretensión del anuncio cristiano de ser “Palabra de Dios”?

 

2. ¿Quién es Dios?

Primero habrá que preguntar quién es “Dios”, solo después tendrá sentido la pregunta de si realmente existe. Y solo después de contestar ésta, se presenta la pregunta de si realmente se le puede atribuir que nos “hable”, algo que quizá será menos autoevidente de lo que parezca a primera vista.

Los cristianos siempre han afirmado que Dios es “incomprensible”, es decir, que no cabe en nuestros conceptos[1]. La cuestión es: entonces ¿cómo hablar de él? El mismo anuncio cristiano contesta: la única manera de hablar de Dios es hablar primero de nosotros mismos y entender que somos “creados de la nada”. El mundo en la totalidad de su realidad consiste en ser “total relación a... / en total diferencia de ...”. La justificación de esta afirmación será dada más adelante. En el caso de que realmente se diera este ser “en total relación a ... / en total diferencia de ...”, el término de este ser “referido a” no puede ser nada, porque un ser referido a nada deja de ser una referencia.

Al término de este ser “referido a” lo llamamos “Dios”. En otras palabras, no sabemos primero quién es Dios para decir luego que el mundo no puede existir sin él; más bien la única manera de hablar con sentido de Dios consiste en afirmar, a partir del mundo, que nada de este mundo puede existir sin él. Dios es “sin quien nada existe”. En el sentido del anuncio cristiano, ésta es su definición precisa.

 

2.1.  ¿Qué significa ser “creado de la nada”?

Ser “creado de la nada” no solamente se refiere al principio del mundo, sino que es válido para el mundo en su totalidad y en todas sus partes: de todo lo que se distingue de la nada hay que decir que sin Dios no existiría. Si pudiéramos deshacernos de nuestro ser creado, no quedaría nada de nosotros.

Esta comprensión de la creación abarca todas las descripciones de la realidad intramundana. Obviamente vale también para un mundo en evolución, porque también la evolución es una realidad que no puede existir sin Dios. Hasta un mundo que hubiera existido siempre, sin que pudiéramos saber cuándo empezó en el tiempo, seguiría siendo creado. Incluso el mismo tiempo tiene su lugar del lado de lo creado; no existe un tiempo que abarque tanto al mundo como a Dios.

Ser creado significa que el mundo es totalmente idéntico a su relación a Dios; su ser mismo es un no-poder-ser sin Dios. Sin embargo, esto no vale a la inversa. El mundo no puede ser, a su vez, el término de una relación de Dios a él. La relación del mundo a Dios es unilateral. Dios no forma parte de un sistema cognitivo que abarque todo, porque tal sistema no puede darse si Dios de ninguna manera cabe en nuestros conceptos.

Esta comprensión de la creación implica una ontología desacostumbrada pero indispensable para entender a fondo el anuncio cristiano. No solo hay relaciones accidentales que se agreguen a su sujeto, sino que la realidad creada es, ella misma, una relación que constituye el ser de su sujeto.

  Según el anuncio cristiano siempre entendemos de Dios solo lo diferente de él, que apunta hacia él. Ésta es la razón por la cual es imposible hablar de Dios como si “cupiera” en nuestros conceptos; todo nuestro hablar de él es solo análogo, es decir, indicativo. Así se mantiene que Dios no cabe bajo conceptos y que no puede ser, ni punto de salida ni resultado ni objeto de silogismos. San Agustín (354-430) practicó este hablar análogo en una oración que habla de la creación del cielo y de la tierra:

tú, que eres hermoso, puesto que ellos son hermosos;
tú, que eres bueno, puesto que ellos son buenos ,

tú, que existes, puesto que existen ellos”.[2]

Afirmaciones positivas respecto de Dios, o sea via afirmativa)

Y no son hermosos,
ni buenos,
ni existen
de la misma manera que tú ..
.

Afirmaciones negativas respecto de Dios, o sea via negativa, que niega toda limitación aplicable a Dios).

Comparados contigo,
no son hermosos,
ni buenos,
ni existen.”

Afirmaciones de eminencia, que expresan la relación unilateral del mundo a Dios, o sea via eminentiae. Aunque se predique de Dios la plenitud absoluta e infinita del ser, ésta sigue siendo como nada en comparación con él.

Solo en el ser humano consciente de sí mismo, el mundo entero llega a una conciencia de sí mismo. El ser humano es, por así decirlo, el portavoz del universo. En cuanto capaz de ser autopresencia, es decir, en cuanto relación a sí mismo, se llama al ser humano “persona”. Dado que esto es perfección, es necesario decir análogamente de Dios que es perfección de la autopresencia. Dios no es un vago existir, sino autopresencia en el conocer y querer perfectos.

Por consiguiente, Anselmo de Canterbury (1033-1109) enseñó,  respecto de Dios que en comparación con él no puede pensarse nada mayor”, incluso que Dios es “mayor que todo lo que pueda ser pensado”[3]. Así que Dios y el mundo juntos no pueden ser mayor que Dios, sino que el mundo solo puede ser entendido como aquello que es totalmente idéntico a no-poder-ser sin Dios. Para Anselmo vale que, según el anuncio cristiano, solo se habla propiamente de Dios cuando lo que se dice de él no admite ningún aumento. Afirmaciones sobre Dios, que admiten un aumento no dicen nada de él en sentido propio, sino más bien desde el principio carecen de sentido.

El “Credo Apostólico” empieza con las palabras: “Creo en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra”. Lo que se quiere decir con “creo en Dios” no es que se crea en la existencia de Dios, sino que se confía toda la propia existencia a aquel, de quien la razón puede conocer que es el creador del mundo. Y tampoco se llama a Dios “todopoderoso” porque sea capaz de hacer un montón de cosas, sino porque es “poderoso en todo” lo que de hecho sucede. Si este Dios es por nosotros – de esto se tratará en la fe en la palabra de Dios – ningún poder del mundo podrá prevalecer contra él.

Hasta aquí solo hemos explicado lo que significa la afirmación de que somos “creados de la nada”. Lo dicho vale también para los “pajarillos” y los “cabellos de nuestra cabeza” (Lc 12,6-7). La cuestión es si puede demostrarse la verdad de esta afirmación.

 

2.2.  Prueba de creaturalidad

Si ha de ser verdad que el mundo es creado exactamente en la misma medida en que existe, se ha de entender que el ser y el ser-creado son una misma cosa. Entonces, el ser creado debe ser inteligible a la razón. Por eso el Concilio Vaticano I (1869-1870) habla expresamente del “conocimiento natural de Dios”[4] por medio de la razón. Debe ser posible demostrar que el mundo es creado. Ahora, una prueba de la creaturalidad del mundo no es lo mismo que una prueba de la existencia de Dios, porque si Dios ha de quedar “fuera” de nuestros conceptos, no puede haber conceptos que abarquen a Dios y al mundo, y que pudieran convertir a Dios en un objeto entre otros de nuestro conocimiento. Sin embargo, con base en nuestra creaturalidad podemos decir correctamente de Dios que nada puede existir sin él. Esto es un conocimiento indicativo de Dios.

Tal prueba de la creaturalidad de hecho es posible. Todo lo que hay en el mundo, el mundo en su totalidad, tiene la estructura de una unidad de contrarios. Por ejemplo, todo cuanto existe en el mundo está en cambio constante, aun cuando este cambio solo consistiera en que todo existe en forma de duración temporal. El cambio es la simultaneidad inseparable de identidad y no-identidad. Esta simultaneidad solo puede ser descrita sin contradicción si es posible indicar para ella dos diferentes aspectos que, a su vez, no sean mutuamente contradictorios. Tales aspectos no se encuentran dentro de la realidad mundana considerada en sí misma, sino solo en cuanto ésta es concebida como idéntica a una “relación total a ... / en diferencia total de ...”. Esto es  exactamente lo que habíamos entendido como creaturalidad. De esta manera el ser creado de todo cuanto existe en el mundo, y del mundo en su totalidad, queda demostrado.

Sin embargo, para poder hablar responsablemente de Dios, basta con que la creaturalidad, en el sentido explicado, no pueda ser refutada. Solo quedaría refutada si alguien fuera capaz de nombrar alguna realidad del mundo, que no tuviera la estructura de una unidad indisoluble de contrarios. Sin embargo, hasta ahora nadie ha logrado esto y dudo que alguien lo logre.

El hecho de que Dios definitivamente no “cabe” en conceptos significa, además, que es imposible deducir de Dios cualquier aspecto de la realidad del mundo. Todos los intentos de esta índole no son más que un mal uso de la palabra “Dios”.

 

3. ¿Cómo podemos atribuir a Dios una palabra humana?

Acabamos de decir que la creaturalidad del mundo consiste en que, en su totalidad, es relación unilateral a una realidad que solo puede ser definida por esa misma afirmación. Si decimos, en dirección inversa, que Dios ha creado el mundo, este decir no indica una real relación de Dios al mundo, sino tan solo una relación pensada por nosotros (relacionamos nuestro concepto análogo de Dios otra vez con el mundo). El único fundamento real de este pensamiento es el hecho de que el mundo es totalmente idéntico a su relación unilateral a Dios[5].

Sin embargo, pareciera que el anuncio cristiano de una “palabra de Dios” está afirmando que Dios se relaciona con el mundo. Además, el contenido de esta palabra consiste incluso en que el mundo pueda confiar en estar adentrado en el amor eterno de Dios. ¿Cómo compaginamos esta palabra con la aseveración de que la relación del mundo a Dios es unilateral?

De hecho queda excluido que el mundo pueda ser el término que determine una relación de Dios con él, en el sentido de que esta relación de Dios sólo llegara a darse, porque el mundo es su término. En tal caso tendría que admitirse que Dios ganaría, por así decirlo, una nueva relación, lo que lo convertiría en dependiente del mundo. A la postre de este tipo de representación negaría la “creación, de la nada,” del mundo, es decir, la afirmación de que la relación unilateral del mundo a Dios en total diferencia de él determina totalmente el ser del mundo.

 

3.1. La relación de Dios al mundo:

el sentido de la afirmación de la Trinidad de Dios

Dada la relación unilateral de todo lo creado a Dios, el anuncio cristiano, que pretende ser palabra de Dios y así, relación de Dios con nosotros, explica su pretensión diciendo que la relación de Dios con nosotros consiste en que, desde el principio estamos adentrados en un amor eterno de Dios, a saber, el amor del Padre al Hijo, que es el Espíritu Santo.

Para dar a entender nuestra comunión con Dios, el anuncio cristiano habla de la trinidad de Dios. Dice que el único Dios existe como tres modos de autopresencia diferentes entre sí y diversamente mediadas entre sí, como Padre, Hijo y Espíritu Santo: tres personas en una naturaleza. Porque somos persona, capacidad de autopresencia, apuntamos también hacia Dios hablando de una autopresencia, una relación de la única realidad de Dios a sí misma. La interrelación de estos tres modos de autopresencia de Dios, que llamamos personas, puede describirse así: Para el Para darPadre

  Para dar a entender nuestra comunión con Dios, el anuncio cristiano habla de la trinidad de Dios. Dice que el único Dios existe como tres modos de autopresencia diferentes entre sí y diversamente mediadas entre sí, como Padre, Hijo y Espíritu Santo: tres personas en una naturaleza. Porque somos persona, capacidad de autopresencia, apuntamos también hacia Dios hablando de una autopresencia, una relación de la única realidad de Dios a sí misma. La interrelación de estos tres modos de autopresencia de Dios, puede describirse así: El Padre es sin origen, una autopresencia originaria de la única realidad de Dios; el Hijo recibe todo lo que es o tiene del Padre. Es, en las palabras del Credo, “engendrado, no creado”. Con “engendrado” se quiere decir que el Hijo es autopresencia de la única realidad de Dios, mediada desde la eternidad por la autopresencia del Padre. Con el “no creado” se quiere decir que así es Dios y no, como el mundo, “una relación total a la realidad de Dios, en diferencia total de ella”. Es más bien autopresencia de la única realidad de Dios sin diferencia, es decir, una segunda autopresencia que presupone a la primera. El Espíritu Santo es el amor eterno y mutuo entre el Padre y el Hijo. Es la tercera autopresencia de la única realidad de Dios; esta tercera autopresencia presupone la del Padre y la del Hijo. El Espíritu Santo procede “del Padre y del Hijo”, pero de tal modo que el Hijo recibe del solo Padre el ser co-origen del Espíritu Santo. El Padre es el único origen último del Espíritu Santo[6].

Hablamos de la trinidad de Dios para poder decir que el mundo, desde el primer momento de su existencia, ha sido creado al interior del amor del Padre al Hijo; el amor de Dios al mundo es el amor eterno del Padre al Hijo y no depende de condiciones creadas. Precisamente por eso es confiable.

La trinidad de Dios es el misterio fundante de la fe cristiana. Empezamos nuestras oraciones “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, con lo que queremos expresar que el Espíritu del Hijo ha sido enviado a nuestros corazones y que, en él, oramos “Abba, Padre” (Rm 8,14-17; Gal 4,4-7). El Padre, en nuestra oración, escucha a su propio Hijo. Orar en el nombre de Jesús significa responder a la palabra de Dios: dirigirse a Dios como a aquel de quien sabemos que su amor nos envuelve.

La trinidad de Dios se llama un “misterio de fe” en el sentido de que no puede desprenderse del mundo. El mundo no es la medida del amor de Dios al mundo y, por eso, este amor tampoco puede ser medido a partir del mundo. El hecho de que estemos adentrados en el amor del Padre al Hijo, que es el Espíritu Santo, necesita ser dicho a nuestro mundo; y la verdad de esta palabra solo puede ser reconocida en la fe, de la que dice el anuncio cristiano que es estar lleno del Espíritu Santo. Aun así, el concepto del misterio de fe no tiene nada que ver con dificultades lógicas o contradicciones. Para hablar del misterio de la fe y su desdoblamiento en una serie de dogmas (“misterios de fe”) nos apoyamos en una palabra que quiere darnos certeza interior. Por esto mismo es imposible que un misterio de fe sea algo incomprensible.

En la fe se trata de que hemos sido creados al interior del amor de Dios a Dios; esto significa que algo creado no puede ser la medida del amor de Dios, por consiguiente, nuestro bienestar tampoco es su medida. Por esta razón no pueden entrar en conflicto la bondad de Dios y su omnipotencia; en tal caso, ni la una ni la otra han sido entendidas. En vez de preguntar cómo es posible que un Dios bueno haya permitido el sufrimiento en el mundo, el anuncio cristiano pregunta por el significado de nuestra fe, en la comunión con Dios, para nuestra actitud ante el sufrimiento: “Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rm 8,38s). Nuestra vida eterna ha empezado ya ahora con la fe en Jesucristo (Jn 3,36; 17,3).

Si la fe en Dios es sentirnos abrigados en la comunión con él, hemos recibido una alternativa a la divinización de algo en el mundo y hemos sido librados de ella.

 

3.2. ¿Cómo reconocemos nuestra comunión con Dios? O bien, por qué nos referimos a la encarnación del Hijo

Podemos saber de nuestra comunión con Dios solo por la palabra que la anuncia. Sin embargo, una palabra siempre es comunicación interhumana. Entonces, ¿cómo es posible atribuirle una palabra humana al Dios eterno que, en cuanto tal, “habita en una luz inaccesible” (1 Tim 6,16)? El anuncio cristiano se apoya para ello en la encarnación del Hijo de Dios en Jesús de Nazaret.

El hombre Jesús de Nazaret está, desde el primer momento de su existencia creada, con su capacidad de ser autopresencia humana, creado al interior de la eterna autopresencia del Hijo. Por eso, creer en Jesús como el Hijo de Dios – y esto es, en síntesis, la fe cristiana – es saber que nosotros mismos y el mundo entero estamos desde el principio adentrados en el amor eterno del Padre a él. De hecho, no hablamos realmente de Jesús como Hijo de Dios en el sentido del anuncio cristiano, mientras no captemos que se trata simultáneamente de una afirmación sobre nosotros mismos. En todo lo que creemos se trata, según el Credo, de “nosotros y nuestra salvación”. Se trata de que estamos envueltos por el amor del Padre al Hijo, lo que implica que hablar de Jesús solo no tiene sentido; su importancia no se captará nunca. Según el Credo somos “creados en Cristo”, pero esto se llega a ver solo por la encarnación del Hijo y en ella, de tal modo que puede decirse comprensiblemente a otros.

Según la visión de la fe cristiana sería insuficiente entender a Jesús solo como un hombre modelo. Le debemos más bien la certeza de tener parte en su relación con Dios. Sabemos que hemos sido recibidos dentro del amor de Dios a Dios, del Padre a él como su Hijo desde la eternidad.

El Concilio de Calcedonia (451) dice sobre la relación entre el ser-hombre y el ser-Dios de Jesucristo que Jesús es verdadero hombre y verdadero Dios sin confusión ni separación: dos naturalezas en una persona.[7] En cuanto hombre es como nosotros todos, excepto en el pecado; es decir, el que es Dios se manifiesta en su ser-humano únicamente en que no vive bajo el poder de la preocupación y del miedo por sí mismo, y en que puede liberar a otros seres humanos del poder de este miedo, dándoles parte en su propia relación con Dios.

A la relación entre el ser-divino y el ser-humano de Jesús corresponde la relación entre la verdad divina eterna, del anuncio cristiano por un lado, y su expresión en una palabra totalmente humana como cualquier otra, por otro. No hay confusión, es decir, la verdad de la palabra no depende de su volumen o de su sonido armonioso. Sin embargo tampoco hay separación, sino que la verdad de la palabra solo puede ser conocida en esa misma palabra. Así, el ser-divino y el ser-humano de Jesús no están confundidos como si fuera un superhombre, sino que siguen siendo diferentes el uno del otro. Tampoco están aislados, sino que están en mutua relación. Es esta palabra la que anuncia la verdad divina; y es la verdad divina la que llegamos a conocer solo por esta palabra. Sin embargo, la relación de la verdad a la palabra es totalmente diferente de leer la temperatura en un termómetro que la indica, porque está medida por la altura de la columna de mercurio.

El Credo Apostólico afirma que Jesús fue concebido por el Espíritu Santo y nació de la Virgen María. De él vale lo que es aplicable a todos los creyentes, que llenos del Espíritu Santo no nacieron “de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino que (nacieron) de Dios” (Jn 1,13). Esta confesión de fe no debe malentenderse en sentido de las ciencias naturales. Su sentido es: en María se revela el Espíritu Santo como el amor con el que el Padre envía al Hijo. En la Iglesia se revela como el amor responsivo del Hijo al Padre, respuesta en la que participamos nosotros.

El Nuevo Testamento, testimonio más temprano de nuestra fe actual, le atribuye a Jesús muchos milagros. El dogma cristológico de Calcedonia, que acabamos de comentar y según el cual Jesús “en su ser-humano es como nosotros en todo, excepto el pecado”, tiene la intención de preservarnos de un malentendido que podría llevarnos a representarnos a Jesús como dotado de dones sobrehumanos. Para el anuncio cristiano, un milagro es un acontecimiento percibido con los sentidos, pero inexplicable con nuestros medios (porque la supuesta autocomunicación de Dios aparecida en él no puede ser ni fundamentada, ni refutada con argumentos del mundo) y comprensible solo en la fe como el acontecimiento de la autocomunicación de Dios. Tal milagro lo constituyen el mismo anuncio cristiano, la comunión de fe que es la Iglesia, fruto del anuncio, y el amor desinteresado que brota de la fe. La Sagrada Escritura habla de este acontecimiento real en imágenes plásticas, tales como la palabra que “calma la tempestad” o la fe que “mueve montañas”, el amor que “multiplica los panes”. En sentido cristiano no hay más milagros que el acontecimiento de la palabra, de la fe y del amor. Por eso habría que distinguir estrictamente entre la fe en esos milagros reales y la fe milagrera que consiste en creer en la existencia de determinados hechos creaturales, en vez de confiar en la autocomunicación de Dios acontecida en la palabras, fe y el amor.

Jesús fue asesinado por su anuncio y porque hubo quienes le creyeron; fue asesinado por los que cimentan su poder con la amenaza a otros. Así la cruz de Jesús es el martirio (1 Tim 6,13; Ap 1,5) por su anuncio liberador que salva a los seres humanos del poder de la preocupación y del miedo por sí mismos. En este sentido decimos que somos redimidos por la  cruz de Cristo, a saber, la entrega de su vida por nosotros.

Enfrente a la muerte, la filiación divina de Jesús es idéntica a su resurrección. La resurrección no se entiende como un objeto de fe que se agregue a la filiación divina de Jesús, sino que es la manifestación de ésta para la fe que es estar llenos del Espíritu Santo. La comunión del hombre Jesús con Dios, que consiste en que es Hijo, no puede ser suspendida por el poder de la muerte. En virtud de que sabemos por el anuncio, que hemos sido adentrados en esta misma relación con su Padre, tenemos parte en su vida. Jesús mismo fundamentó su comprensión de la resurrección con el hecho de que el Dios poderoso en todo, de Abraham, Isaac y Jacob, no puede ser un Dios de muertos, sino solo de vivos (Mc 12,18-27).

Nuestra redención de hecho consiste en llegar a ser creyentes y, con esto, personas que saben que están acogidas para siempre por el amor de Dios. Cada uno de nosotros nace sin la fe; por sí mismo solo puede saber que es vulnerable y finito y, por eso, vivirá impulsado por la preocupación y el miedo por sí mismo, que son la raíz de toda malicia moral en nuestro mundo. De esta situación exactamente debe redimirlo la fe.

Por esta razón dice Hb 2,15 que el Hijo de Dios ha participado en nuestra suerte humana, “para libertar a todos cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a la esclavitud”. En la tradición teológica este poder esclavizante del temor a la muerte se ha llamado “pecado original”. El pecado original es la otra cara de la medalla, que la fe no viene junto con los cromosomas. Lo que nos marca desde el nacimiento es nuestra existencia terrena y efímera sin la fe. Cuando llegamos a la fe, se quita el pecado original en el sentido de que el temor a la muerte pierde su poder sobre nosotros.

 

4.  La fe orientada hacia la palabra de Dios

El anuncio cristiano entiende la fe como un estar lleno del Espíritu Santo: “y nadie puede decir: '¡Jesús es Señor!' sino en el Espíritu Santo” (1 Cor 12,3). Nuestra “naturaleza” consiste en ser creados; la “gracia”, en cambio, según la teología católica, es nuestra comunión con Dios, que consiste en que somos adentrados en el amor del Padre al Hijo. Además, nuestra naturaleza no es simplemente algo que está ahí, sino que se experimenta como algo que nos obliga en conciencia y, por eso, como “ley”. Tampoco la gracia es un tipo de aumento de fuerza más allá de la conciencia, sino que nos encuentra en la forma de nuestra comunión con Dios en su anuncio, el “evangelio”, la “buena nueva”. Es “buena nueva”, porque no nos topamos, como en la “ley”, con una exigencia cuyo cumplimiento está todavía pendiente, sino porque ya está aceptada tan pronto como se le reconoce como verdadera. La gracia de Dios solo y exclusivamente puede ser conocida en la fe que; ella misma, es gracia de Dios. Todo el anuncio cristiano pide ser entendido como “evangelio” contra el trasfondo de la “ley”. El “evangelio” capacita para cumplir la “ley”, porque acaba con el poder de la preocupación y del miedo del ser humano por sí mismo, que una y otra vez le impide seguir su conciencia. El binomio “ley” y “evangelio”, más bien usado en la teología de la Reforma, me parece ser una ayuda importante para la comprensión adecuada del binomio católico de “naturaleza” y “gracia”.

 

4.1.  La fe en sí misma

o bien: la relación entre fe y razón

Por “razón” entenderemos en un sentido muy amplio, cualquier manera responsable de enfrentarse a la realidad de nuestro mundo. A la razón no pertenecen solamente la lógica y las matemáticas, sino también, por ejemplo, la técnica y la creatividad artística. Una actitud irresponsable, en cambio, sería igual a irracional.

No hay una fe sin razón. Sin embargo, la credibilidad del anuncio cristiano no consiste en que de alguna manera se le pueda hacer plausible con la razón. No es clasificable dentro del cuadro de nuestra razón innata, sino que pide ser entendida como la palabra que abarca todo lo demás. La credibilidad resulta del hecho de que el anuncio cristiano hace comprensible, por medio de su contenido, su pretensión inicial de ser palabra de Dios. Responde con su contenido a la pregunta de cómo puede atribuirse a Dios una palabra humana aun ante su trascendencia, su ser absoluto y su eternidad.

Antiguamente muchos teólogos pensaron que la representación de una revelación divina no causaba problema; en vista de que Dios es omnipotente, es evidente que también puede revelarse; solo habría que averiguar que tal revelación realmente hubiera tenido lugar. Quisiera proceder en la dirección opuesta, mostrando que, a primera vista, el discurso sobre una “palabra de Dios” parece incompatible con la trascendencia de Dios. No hay mayor argumento en contra del discurso sobre una “palabra de Dios” que el mismo significado de la palabra “Dios”. Luego le preguntamos al anuncio cristiano si es capaz de contestar a este argumento. Parece incluso que el anuncio cristiano se abre a la comprensión solo al ser cuestionado de manera tan radical. Contesta a la pregunta con la trinidad de Dios, invocando la encarnación del Hijo y la explicación de la fe como un estar lleno del Espíritu Santo.

Aunque el anuncio cristiano no se apoye solo en la razón, todos los argumentos en contra pueden ser contestados por la razón dentro de su propio campo. Frente al anuncio de la fe, la razón tiene algo como una función de filtro. No permite que se le introduzca la superstición. No puede ser creído nada que contradiga la razón que respeta sus propias leyes. Sin embargo, tampoco puede ser creído nada que pueda ser conocido como verdadero con otro tipo de conocimiento que el de la fe. Al interior de la fe, la razón sirve para la comprensión de la unidad interna de todas las afirmaciones de fe.

Así, según la doctrina católica, la fe y la razón se distinguen no solo por su modo de conocimiento, sino también por su objeto[8]. El objeto de la razón es la “naturaleza”, es decir, el mundo entero, incluso su creaturalidad, porque somos creados exactamente en la medida en que nos corresponde el ser. Objeto de la fe, en cambio, es únicamente la autocomunicación de Dios por su palabra para la fe, a saber, aquello que llamamos “gracia”. No hay camino que lleve desde la naturaleza a la gracia, sino que la gracia presupone la naturaleza y la perfecciona, porque consiste en que el mundo es el mundo amado por Dios. El hecho de que haya que distinguir entre la razón y la fe (la una no es la otra) no significa, por consiguiente, que haya que separarlas, como si la una no tuviera nada que ver con la otra. Están más bien en mutua relación. El anuncio de la fe, que somos adentrados en el amor de Dios, se refiere a la persona entera junto con su razón, y a Dios se le puede amar solo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas (Mc 12,28-35); el amor a Dios consiste en una fe que presupone la razón. Según Mt 6,24 no sería ni posible amar a Dios solo parcialmente, porque tal Dios no sería el Dios del anuncio cristiano.

Si el anuncio cristiano realmente ha de venir de Dios, nunca puede haber una contradicción real entre la fe y la razón, porque también la razón es un don de Dios a nosotros, igual que todo nuestro ser creado.

Ahora bien, si aun así se da una contradicción aparente, puede tener su origen solo en que o bien las afirmaciones de la fe no han sido presentadas “en el sentido de la Iglesia”, o bien unas meras opiniones han sido confundidas con razonamientos[9]. Si no es demostrable con los medios de la razón que ésta ha sido infiel a sus propias leyes, solo puede darse el otro caso, el que las presuntas afirmaciones de fe no han sido explicadas en el sentido de la Iglesia. Esta doctrina del Concilio Vaticano I es como la “Magna Carta” de la teología fundamental: se dirige no solo contra el abuso de la razón, sino también contra la posible mala comprensión hasta por unos funcionarios eclesiásticos. Solo puede ser entendido “en el sentido de la Iglesia” lo que es comprensible como palabra de Dios en cuanto autocomunicación divina.

Si se pretende, por ejemplo, que las narraciones de la creación en la Escritura se contradicen por la evolución, es obvio que los textos no son entendidos adecuadamente. Su sentido es que absolutamente todo cuanto existe no podría ser sin Dios y que, en último término, todo ha sido creado en Cristo, de manera que el mundo desde el principio ha sido adentrado en el amor del Padre al Hijo. Esta comprensión no está en contradicción con ningún dato de las ciencias naturales.

O bien, pongamos que se quiera entender el nacimiento de Jesús de la Virgen María conforme a las ciencias naturales y no según Jn 1,13; se ignoraría no solamente que la razón y la fe tienen objetos diferentes, sino que se entraría también en conflicto fundamental con el dogma cristológico que enseña que Jesús es como nosotros en todo menos en el pecado (Hb 4,15). Tales confusiones se reducen a una falta de atención y son sumamente nocivas para la transmisión comprensible del anuncio cristiano. La Iglesia católica entiende sus dogmas fundamentales (trinidad de Dios, encarnación del Hijo, el que estamos llenos del Espíritu Santo) como algo semejante a la “clave de sol” tomada de la misma Sagrada Escritura para poder comprenderla correctamente.

 

4.2. Las consecuencias naturales de la fe

o bien: la fe y las obras

Si es cierto que la preocupación y el miedo del hombre por sí mismo son la razón de sus acciones inhumanas e irresponsables, debería seguirse que la liberación de este miedo haga que podamos actuar con cariño a favor de otros.

Las normas éticas pueden ser conocidas sin la fe, porque la realidad del mundo ya exige la responsabilidad. Manejar en la carretera no permite ni un momento de sueño, porque somos responsables de los accidentes. Por consiguiente, las exigencias éticas no entran al mundo con la fe, sino que la razón las conoce a partir de la realidad mundana. La actuación irresponsable se distingue por el criterio de que tiene la estructura de “contraproductividad”. Los valores que buscamos en lo particular, son finalmente dañados y destrozados en la perspectiva universal.

La posición aparentemente piadosa de que solo el anuncio cristiano conlleva exigencias éticas, destrozaría el punto de inserción de este anuncio. Supongamos que una persona no fuera capaz de distinguir entre una conducta humana y una inhumana. Si fuera así, no tendría ningún incentivo para escuchar un anuncio que quiere liberarlo de lo que le impide seguir su conciencia.

Sin embargo, ¿no forman los diez mandamientos parte de la Sagrada Escritura? La respuesta es que también en la Sagrada Escritura se encuentran afirmaciones basadas en la razón y no en la fe.

Por otro lado, el reconocimiento de exigencias éticas todavía no conlleva por sí mismo su práctica. En último término serán siempre la preocupación y el miedo del hombre los que le impiden comportarse de manera humana en vez de inhumana. Con su predicación explícita de la comunión con Dios, el anuncio cristiano quiere liberar al hombre del poder de este miedo.

Por la sola fe entendida como amor a Dios, el hombre alcanza una relación con Dios que lo capacita para vivir en el mundo de otra manera que dominado por el miedo. Podrá “amar a su próximo como a sí mismo” (Mc 12,31.33), es decir, colocarse en la situación del otro y sentir con él como si él mismo estuviera en su lugar; así hará aquello que el otro realmente necesita. Por consiguiente, no se trata de recomendar un amor propio o la esperanza de que se le corresponda, sino de anunciar que somos amados por Dios y que, por eso, tenemos la capacidad de ocuparnos del otro amable y amistosamente.

Según el anuncio cristiano cada hombre que vive amablemente, ya vive de la comunión con Dios, que es estar llenos del Espíritu Santo. Esto significa que ya antes de la fe explícita en Jesucristo, o fuera de ella, hay una vida en su gracia. Esta realidad ha sido llamada la “fe anónima”, o sea una confianza que (todavía) no invoca el nombre de Jesús. De esta fe dice Jn 3,21: “Pero el que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas en Dios”. Si alguien así encuentra el anuncio cristiano en su forma clara y lo acepta a partir de su actitud ya existente, reconoce en retrospectiva que ya antes ha vivido del espíritu de Jesús. En cambio, allí donde se encuentran personas que viven bondadosamente, pero rechazan el anuncio cristiano, lo más probable es que se hayan topado con un anuncio insuficiente y propicio a malentendidos, que no respalda su pretensión de catolicidad, es decir, de ser comprensible y vinculante para todos.

Toda la teología de Lutero se entiende a partir de la pregunta: ¿cómo obtengo que Dios me tenga misericordia?” Lutero entendió que ninguna realidad creada es suficiente para establecer una comunión con Dios[10], porque somos “creados de la nada” y, por eso, la relación de lo creado a Dios es unilateral. Solo puede haber una comunión con Dios, si el amor de Dios no tiene su medida en nosotros (lo cual ni es posible, porque equivaldría a la negación implícita de que somos “creados de la nada”), sino que es el amor con el que el Padre ama al Hijo desde la eternidad. Entonces, cuando, Lutero declara que la sola fe justifica, no está negando la posibilidad de buenas obras, sino que está lanzando más bien un llamado a las buenas obras: ¡solo pueden ser obras buenas ante Dios las que resultan de la comunión con él! Los frutos no hacen que el árbol sea bueno, sino que solo un árbol bueno produce buenos frutos. Esta relación no puede invertirse.

¿No sería una reducción de la doctrina cristiana el limitarla tan totalmente al anuncio del amor de Dios como parecemos hacerlo aquí? ¿No hay en el anuncio cristiano también la ira de Dios (Rm 1,18) y los castigos eternos del infierno (Mt 25,46)? Cuando la Sagrada Escritura habla de la experiencia de la ira de Dios, se refiere a la experiencia de la persona que vive bajo el poder de la preocupación y del miedo por sí misma, porque ella sola no puede saber que está envuelta en el amor de Dios. Las amenazas del infierno indican correctamente que todos los intentos de asegurarse por cualquier forma de divinización del mundo están condenados al fracaso. En cambio, los que ya viven de la comunión con Dios tienen esperanza para todos: “Pues Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia” (Rm 11,32). Solo en la fe podemos saber que el amor de Dios tendrá la última palabra; de esta manera la enseñanza de la Escritura sobre la reconciliación de todo está preservada del riesgo de convertirse en un pretexto para aplazar la propia conversión.

 

5.  La Iglesia como el acontecimiento permanente de la transmisión de la fe 

5.1. El Antiguo y el Nuevo Testamento como Sagrada Escritura de la Iglesia

No solo la Sagrada Escritura es palabra de Dios, sino toda transmisión de la fe cristiana. Esta transmisión es el sentido de la Sagrada Escritura. Sin embargo, la Sagrada Escritura es el testimonio más temprano de nuestra fe actual. Está constituida por la Escritura de Israel que, desde el anuncio  de Cristo y a su luz, llamamos “Antiguo Testamento”, entendiéndola de manera nueva, y el Nuevo Testamento del anuncio inmediato de Cristo. Es sorprendente que la Sagrada Escritura cristiana integra completamente la Sagrada Escritura de otra religión, la judía. Incluso explica primero cómo esta otra Escritura puede ser entendida en un sentido insuperable y definitivo. Hugo de San Víctor (+ 1146) comparaba, en la temprana edad media, la relación entre Antiguo y Nuevo Testamento con el relato de Nm 13,23, de los dos exploradores. Los israelitas, buscando todavía su camino en el desierto, los habían enviado a la tierra prometida y ellos regresaron con un racimo de uva enorme “que transportaron con una vara entre dos”. Ambos portan lo mismo: la uva en la vara (que representa a Cristo en la cruz; él es el sentido de toda la Escritura); el explorador de adelante la porta sin verla, el de atrás ve lo que ambos portan[11].

En cuanto que la fe es estar lleno del Espíritu Santo, también el testimonio más temprano que nos sea accesible ha de estar lleno del Espíritu Santo. Esto es lo que se llama la inspiración de la Sagrada Escritura. La Escritura no es palabra de Dios en un sentido cualquiera, sino en el sentido de la autocomunicación de Dios, es decir, en el sentido de que somos adentrados en el amor del Padre al Hijo. Tampoco la llamada “inerrancia” de la Sagrada Escritura puede significar otra cosa que el hecho de que nuestra participación en la relación de Jesús con Dios es absolutamente confiable[12]. Esta participación se explica una y otra vez contra el trasfondo de la inclinación humana a la violencia y la acción inhumana. En este sentido también la Biblia representa de manera correcta al hombre necesitado de redención, hasta en su tendencia a disfrazar de religión su impulso a la violencia.

El sentido verdadero de toda la Sagrada Escritura es nuestra participación en la relación de Jesús con Dios. Con esto, su sentido es simultáneamente el acontecimiento permanente de la transmisión de esta fe, es decir, de la Iglesia que es constituida por este acontecimiento de la transmisión de la palabra de Dios.

La Sagrada Escritura de Israel puede ser resumida en la palabra de la fórmula de la alianza: “ustedes serán mi pueblo y yo seré su Dios”[13]. Los cristianos no tenemos algo todavía más excelso, sino tan solo una manera de cómo lo mismo puede ser anunciado universalmente. La comunión con Dios solo existe en cuanto el amor de Dios a los hombres es el amor del Padre al Hijo. Solo así la palabra de la Escritura de Israel se entiende de manera definitiva (y en este sentido como “cumplida”).

La Sagrada Escritura es, por consiguiente, el documento fundamental de la Iglesia. La misma Iglesia es la comunión de quienes confiesan, en la fe en Jesucristo Hijo de Dios, que todo amor verdadero –también el amor practicado por los no cristianos– brota de la comunión con Dios, entendida desde Jesús como un estar llenos del Espíritu Santo.

La antigua sentencia “fuera de la Iglesia no hay salvación”, no limita la salvación a los miembros de la Iglesia. Lo que dice es: no hay otra salvación que la anunciada por la Iglesia, la cual consiste en la comunión con Dios. Esta salvación abarca al mundo entero. Por eso dice Pablo que en Cristo Dios ha reconciliado al mundo consigo (no que solamente le haya ofrecido la reconciliación). A los cristianos les incumbe la tarea de decir esta palabra de la reconciliación a otros: “Por Cristo se lo pido: déjense reconciliar con Dios” (2 Cor 5,17-21). Pareciera que la autoridad de Cristo no pueda ejercerse por medio de órdenes y amenazas, sino solo en el modo de petición y llamado a la comprensión. Dios hace que se nos pida dejar que se nos diga la palabra de reconciliación.

 

5.2. La Iglesia como objeto de fe

El misterio de fe de la Iglesia consiste en que el Espíritu Santo es el mismo en Cristo y en los cristianos que creen en él: una persona en muchas personas. Por eso hay –como el Concilio Vaticano II (1962-1965) enseña explícitamente– una correspondencia entre la encarnación del Hijo en Jesús y el hacerse comunión eclesial del Espíritu en la comunión de los creyentes. Es el Espíritu Santo el que une a los creyentes con Cristo y entre ellos (Lumen gentium 7, 3.7 y 8,1).

La Iglesia no es la congregación posterior de creyentes aislados, sino que los creyentes solo existen como quienes ya han recibido la fe de otras personas, porque la fe solo puede venir “de la predicación” (Rm 10,17). La razón está en que la fe no es algo que pueda ser deducido del mundo, sino que queda escondido mientras nadie nos lo diga. Éste es el verdadero sentido de la Iglesia “institución”, es decir, que los cristianos han recibido el “servicio de reconciliación” en nuestro mundo, porque ha sido instituida entre nosotros la “palabra de la reconciliación” (2 Cor 5, 18-19). Es, entonces, incorrecto entender como institución solo a la llamada Iglesia jerárquica.

Sin embargo, el hecho de que la fe viene de la escucha no vale solamente para cada uno de los creyentes, sino también para la comunidad en su conjunto. Esto se expresa en la designación de ministros frente a la comunidad; ellos representan el hecho de que tampoco el conjunto de todos inventada la fe, sino que la recibe de la tradición.  El sacerdocio de los ministros que reciben su ministerio de los ministros anteriores, es comprensible solo como servicio a la realidad última del sacerdocio común de todos los creyentes. El sacerdocio común consiste en que los cristianos transmiten, entre sí y a otros, la palabra de Dios. Cada uno de los creyentes transmite su fe en la autoridad de Cristo. Los ministros, en cambio, actúan en la autoridad de Cristo cabeza, esto es, frente al cuerpo, a la asamblea de los creyentes. [14]

El Credo llama a la Iglesia “una, santa, católica y apostólica”. Es “una” porque el objeto de fe, el hecho de que somos adentrados en el amor eterno del Padre a su Hijo, es uno solo. Por donde quiera que se cree en Jesucristo como Hijo de Dios, se hace presente esta Iglesia una. Se le llama santa, porque la fe es estar llenos del Espíritu Santo. Con una palabra de origen griego y que designa el envío de la Iglesia a todos los hombres, se le llama católica. La Iglesia corresponde a esta autodesignación solo cuando su predicación de la fe se muestra comprensible a todos y vinculante para todos. Finalmente, la fe en Jesucristo es, por su esencia, desde el principio una fe apostólica, porque no creemos en un Cristo solo y aislado, sino en quien da a sus discípulos parte en su relación con Dios. Esta fe es transmitida por los apóstoles. Expresión de esto es también el que la Iglesia en su totalidad –y no solo los ministros– está en la sucesión apostólica. Por lo tanto, la sucesión apostólica de los ministros no es el fundamento de la apostolicidad de la fe, sino su consecuencia.

El Concilio Vaticano II ha enseñado que la “Iglesia de Cristo” –ya por su anuncio de la fe, es una entidad social y socialmente estructurada– está plenamente presente en la Iglesia católica romana[15]. Esta enseñanza no puede ser invertida como si estuviera presente solo en la Iglesia católica, porque luego ya no se reconocería que, según la doctrina del mismo Concilio, también otros cristianos son justificados por la fe, en el bautismo, que están incorporados a Cristo y que el Espíritu Santo se ha servido de sus iglesias y comunidades eclesiales como medios de salvación[16].

Mientras que la palabra de Dios ha de ser anunciada al mundo entero, los sacramentos de la Iglesia solo se celebran al interior de la comunidad de creyentes para que sean recibidos en ella. Son formas de la palabra de Dios aceptada. La Iglesia católica tiene siete sacramentos –si otras iglesias cristianas solo reconocen dos o cuatro, la razón está sobre todo en una definición diferente del término “sacramento”.

El bautismo expresa que quien reconoce que ha sido sumergido en el amor del Padre al Hijo, está marcado para siempre por este hecho. La eucaristía celebra el acontecimiento que la fe vive de Jesús como el ser humano de comida y bebida. La Iglesia católica habla de la “transubstanciación” del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo. La parte de “substanciación” de la palabra indica lo que realmente acontece al recibir la comunión, el que nuestra fe vive de Jesús mismo. Por consiguiente, la eucaristía es un “símbolo real”, un signo no de una realidad aparte de ella, sino de una realidad que sucede en ella. La partícula “trans” indica una continuidad, es decir: lo que antes era alimento, sigue siendo alimento. Cristo está presente en la eucaristía no en forma de un diamante, sino como alimento de la fe. Así, la eucaristía es el sacramento de que Jesús ha sido obediente a la voluntad del Padre entregándose por nosotros. En este sentido la eucaristía es un “sacrificio”, solo que su dirección principal va de Dios al mundo. El sacramento de la reconciliación indica que todo perdón de los pecados viene de la palabra de Cristo. Con esto, el sacramento apunta más allá de sí mismo al perdón diario que ya pedimos en el Padrenuestro, la oración que Jesús nos enseñó a rezar en su Espíritu. Los demás sacramentos son: la confirmación, en cuanto relación con los ministros y toda la Iglesia, y sello de haber aceptado la fe; el orden sacerdotal como transmisión del ministerio; la unción de los enfermos como fortalecimiento de la fe en la enfermedad; el matrimonio como indicador de la relación mutua entre Cristo y la Iglesia (Ef 5,21-31). De paso sea dicho que Pablo no pide la sumisión unilateral de la mujer al hombre, sino la sumisión mutua.

Los sacramentos tienen en común el rasgo de que contienen y comunican una gracia no limitada al sacramento. La dignidad de los sacramentos consiste en que se abren a un más allá de sí mismos. Los sacramentos ni complementan ni sobrepasan la palabra de Dios, sino que acentúan lo que acontece en la aceptación de la palabra de Dios. Tampoco pueden ser entendidos como una encarnación de la palabra de Dios, porque la misma palabra siempre ya está encarnada y solo puede ser percibida con nuestros sentidos corpóreos.

La Iglesia sostiene que su anuncio de la fe es infalible y explica que todos los creyentes en su conjunto, en la fe, no pueden equivocarse[17]. Sostiene que el anuncio de la fe es “veraz en sí mismo”, no por el consentimiento de la Iglesia. Es cierto que el anuncio cristiano solo en la fe de la Iglesia es reconocido como palabra de Dios, pero no se convierte en palabra de Dios por la fe de la Iglesia[18].

Esta exigencia de infalibilidad está fundada en el hecho de que una palabra entendible como palabra de Dios habla de lo que en ella misma sucede, es decir, de la autocomunicación de Dios en esta palabra. Cuando una palabra es comprensible en este sentido, es veraz por “en sí misma” y no por la comparación con una realidad fuera de ella. No es posible fabricar afirmaciones que sean a la vez comprensibles como palabra de Dios en el sentido de su autocomunicación y falsas. La única manera de proclamar  la fe cristiana es proclamarla como confiable en la vida y en la muerte.

En cuanto a una infalibilidad en cuestiones morales, tal infalibilidad no puede referirse al contenido de unas normas, sino tan solo a “la aplicación de la fe a la moral”[19], en concreto a la doctrina de la justificación: delante de Dios son buenas solo las obras que brotan de la comunión con él. Las normas morales, en cambio, no son objeto de fe, sino que se disciernen con argumentos de razón (por eso toda la tradición siempre habla de la “ley natural”).

El Papa es el vocero de la fe infalible en sí misma de toda la Iglesia. Corresponde a su oficio constatar que en la Iglesia hay un consenso en la fe. Los concilios, entonces, son algo como el consenso en la constatación del consenso en la fe. Sin embargo, solo cuando su anuncio es comprensible en el sentido de la fe, es decir, en el sentido de la autocomunicación de Dios, son infalibles. Si se proclamara la infalibilidad de otras afirmaciones, éstas se convertirían ante esta pretensión en desprovistas de sentido e incomprensibles.

Si la fe en Jesucristo  de veras se entiende, conduce a los hombres a una comunión que no queda limitada a la fe. Si realmente son creyentes, son capacitados para compartir su vida, apoyarse el uno en el otro y servir. La fe en Jesucristo no representa un sector religioso de la vida, sino que abarca la vida entera. Por esto el creyente comprende que toda su vida está abrigada en el amor de Dios y en todo lo que hace; por estar abrigado así, actúa para la gloria de Dios.

 

6. La relación de la fe cristiana con las otras religiones

Las religiones verdaderas, a diferencia de las pseudoreligiones, tienen en común que no terminan en una divinización del mundo, sino que son veneración de una realidad última insuperable y que constituye el misterio de toda realidad.

Cristo no está contra las religiones (exclusivismo, como si hubiera que ver a otras religiones como falsas); tampoco está por arriba de las religiones (inclusivismo, como si las otras religiones poseyeran solo partes de la verdad y el anuncio cristiano fuera superior); ni está al lado de las religiones (pluralismo, como si todas las religiones fueran iguales y ninguna pudiera pretender ser absoluta), sino que, según el anuncio cristiano, Cristo está en las religiones de manera que puede proponerse el término de “interiorismo”.

El anuncio cristiano ha de ser entendido como un servicio a la insuperabilidad de toda religión verdadera. En toda religión verdadera se trata de la confianza justificada en ser totalmente acogido. El anuncio cristiano confirma esto y lo anuncia universalmente: la comunión con Dios se da solo en la forma de ser adentrados en el amor de Dios a Dios –a menos que se quiera aceptar que algo creado sea su medida–. Según el anuncio cristiano todos los que creen en Jesucristo son hijos de Abraham en la fe (Gal 3,9). Si ya Abraham vivió en comunión con Dios, también él estuvo dentro del amor del Padre al Hijo (Jn 8,58).

La misión cristiana tampoco puede ser luchar contra otras religiones, sino que consiste en un diálogo amable y la escucha atenta de otros, para comparar las diferentes visiones y aclarar dudas de comprensión. Pudiera ser que nosotros los cristianos lleguemos a entender mejor hasta nuestra propia fe.

¿Qué decir de la relación de la Iglesia católica con otras comunidades cristianas? La separación entre personas que creen que Jesús es Hijo de Dios no puede basarse en una diferencia de fe, sino solo en mutuos malentendidos, porque cada uno habla en diferentes lenguas de la misma realidad. Es tarea de la Iglesia católica servir a la unidad de todos los cristianos traduciendo los diferentes lenguajes. Lamentablemente, todavía no queda dicho que siempre asuma esta tarea. Nuestra comprensión muchas veces queda muy atrás.




1 Cf. Concilio de Letrán IV, ds 800; Vaticano I, ds 3001.

2 Agustín de Hipona, Confesiones 11, 4, 6. Por eso el Concilio iv de Letrán dijo que no puede predicarse una semejanza entre Dios y la criatura, sin que la desemejanza siempre sea todavía mayor, ds 806.

3 Anselmo de Canterbury, Proslogion 15 (PL 158, 235).

4 Cf. ds 3004. Nuestro conocimiento de Dios consiste en entender que sin él no existiríamos; este conocimiento no contradice el reconocimiento de la incomprensibilidad de Dios.

5 Cf. Lo mismo ya en Tomás de Aquino, Summa theologica I, q 13 a 7c.

6 Cf. Las formulaciones del Concilio de Florencia, ds 1300-1302, 1330-1331.

7 ds 301-302.

8 Concilio Vaticano I, ds 3015.

9 ds 3017.

10 La “Declaración conjunta sobre la justificación” firmada en 1999 por católicos y protestantes todavía no había logrado percibir este fundamento de la doctrina de la justificación.

11 Cf. Hugo de San Victor, De sacramentis christianae fidei, PL 176 (edición 1854), 340 CD.

12 Algunas sectas piensan poder derivar el origen divino de la Sagrada Escritura de su absoluta inerrancia en todas las cosas. Sin embargo, en vistas de que sí hay errores fácticos en la Sagrada Escritura (vgr. Mt 27,9 erróneamente atribuye una cita de Zacarías a Jeremías), se ven obligados a limitar esta inerrancia a ciertos manuscritos originales inaccesibles. No tiene mucho sentido proponerse creer a causa de manuscritos originales perdidos e irrecuperables.

13 Cf. Jr 11,4; Lv 26,12; Jr 7,23; 24,7; 30,22; 31,1; 32,28; Ez 11,20; 36,28; 37,23.27; Zac 8,8.

15 Presbyterorum ordinis 2, 3.

16 Lumen gentium 8.2.

17 Unitatis redintegratio 3,3.6.

18 Lumen gentium 12, 1.

19 Lumen gentium 25.

20 Ibid.



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